El corazón de Jesús fue puro.
Miles adoraban al Salvador, sin embargo estaba contento con una vida sencilla.
Había mujeres que lo atendían (Lc.8:1-3), sin embargo jamás se le acusó de pensamientos lujuriosos; su propia creación lo despreció, pero voluntariamente los perdonó incluso antes de que pidieran misericordia.
Pedro, quien acompañó a Jesús por tres años y medio, le describe como «un cordero sin mancha y sin defecto» (1º P.1:19). Después de pasar el mismo tiempo con Jesús, Juan concluyó: «Y él no tiene pecado» (1º Jn.3:5).
El corazón de Jesús fue pacífico.
Los discípulos se preocuparon por la necesidad de alimentar a miles, pero Jesús no. Agradeció a
Dios por el problema.
Los discípulos gritaron por miedo a la tempestad, pero Jesús no. Él dormía. Jesús levantó su mano para sanar. Su corazón tenía paz. Cuando sus discípulos lo abandonaron, ¿se enfadó y se fue a su casa? Cuando Pedro lo negó, ¿perdió Jesús los estribos? Cuando los soldados le escupieron en la cara, ¿les vomitó fuego encima? Ni pensarlo. Tenía paz. Los perdonó. Rehusó dejarse llevar por la venganza.
También rehusó dejarse llevar por nada que no fuera su alto llamamiento. Su corazón estaba lleno de propósitos. La mayoría de las vidas no se proyectan hacia algo en particular, y nada logran. Jesús se proyectó hacia una sola meta: salvar a la humanidad de sus pecados. Pudo resumir su vida con una frase: «Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lc.19:10).
El mismo que salvó su alma anhela rehacer su corazón. Dios está dispuesto a cambiarnos a semejanza del Salvador. ¿Aceptaremos su oferta?
Extracto del libro “3:16”
Por Max Lucado
pd. Por un fallo en el Blogger a nivel internacional, la publicación de ayer no fue realizada en el blog, sino directamente desde el Facebook, única plataforma de servicio que se encontraba disponible.
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