Por Dante Gebel - Hay dos áreas personales con las que he luchado gran parte de mi juventud. La primera es la televisión pues siempre me han apasionado los medios de comunicación en todas sus formas. De hecho, una gran parte de mi adolescencia trabajé como dibujante humorístico y diseñador gráfico de revistas y periódicos.
Podía pasar más de cinco horas haciendo zapping con el control remoto, recorriendo sistemáticamente más de sesenta canales. Nunca lo consideré una debilidad, pues calmaba mi conciencia con el argumento de que tan solo estaba informándome. Después de todo, necesitaba desconectarme de las tensiones diarias. Sin embargo, poco a poco las horas perdidas frente al televisor lograban disipar mi vida de oración. «Puedo manejar esto con madurez —decía—, si elijo qué mirar; así nunca tendré problemas con mi vida espiritual».
Una noche, luego de apagar el televisor, fui a mi cuarto a orar y le pregunté al Señor qué me faltaba para que Él pudiera usarme. Entonces oí una voz en el corazón: «Quiero que ayunes. Pero no un ayuno de alimentos, sino un ayuno de cosas legítimas».
Eso significaba abstenerme de ciertos «placeres» que, no necesariamente eran pecado pero sí me eran solicitadas por Dios. Un ayuno de «cosas legítimas» implica entonces negarse amistades poco convenientes, conversaciones ociosas u horas frente a la pantalla del televisor. Si piensa que me quejé, está en lo cierto. Después de «explicarle» al Señor que mirar televisión no es pecado ni tampoco el observar una película me haría abandonar la oración, y después de esgrimir muchas otras excusas, entendí que Dios deseaba hacerme iniciar mi paso por la cruz ayunando de todo lo que ocupaba mi valioso tiempo.
Valoro mucho los ayunos de alimentos, mas estoy convencido de que no sirve de nada abstenerse de alimentos todo un día si luego nos «atragantamos» con la televisión o con cualquier otro tipo de distracciones el resto de la semana. Por eso, estar muerto a la carne significa ser capaz de darlo todo no solo en un ayuno ocasional, sino en toda nuestra vida.
Lo segundo por enfrentar fue mi amor desmedido hacia el ministerio.
El 17 de junio de 1996 viajé a San Nicolás, Buenos Aires, para predicar en una cumbre juvenil. En medio de la oración pedí al Señor me mostrara si aún quedaba algo que continuara empañando mi comunión con Él. Fue entonces cuando pude oír claramente: «Tu ministerio». Le dije al Señor cuán agradecido estaba por el trabajo con la juventud y que anhelaba saber si existía algún impedimento para acercarme a Él. «Tu ministerio» —fueron otra vez las dos únicas palabras que escuché con claridad. Dios trataba de decirme que mi trabajo en la obra de Dios había ocupado el lugar que le pertenecía únicamente a Él.
«Oh, Señor amado —oré— he luchado con mis complejos gran parte de mi juventud y lo único que me dio esperanzas fue haberte conocido. El ministerio es todo lo que tengo, es mi motor, mi oxígeno. Tú sabes cuánto amo predicar y hacer cruzadas; si me pides eso, no me queda absolutamente nada». Aunque todo lo expresado era cierto, también ese amor por el ministerio, bien lo sabía, opacaba a quien me lo había entregado. Y cuando la profecía se vuelve mayor que su propio generador, es necesario sacrificarla en el altar.
El hambre por el éxito había tomado el control y el hambre de Dios tenía el asiento trasero. Dios cela ese estrado que tanto amamos. El Señor, de ser necesario, nos arrancará de los púlpitos y nos llevará a su intimidad, al cuarto privado de oración.
Recuerdo una etapa de mi vida donde, literalmente, llegaba exhausto a la cama; en otras, solo revisaba viejos bosquejos de sermones para elegir cuál predicaría esa misma noche. Y aunque todas mis actividades las hacía de corazón y eran absolutamente loables, también secaban mi vida espiritual, es decir, mis ocupaciones estropeaban mi altar. Incluso llegué al punto de tener compromisos para predicar hasta ¡dos años enteros por adelantado! En esos momentos me sentía realizado de ser tan joven y de tener tanta actividad relacionada con el Reino. Pero para Dios no es importante una agenda repleta sino una buena relación con Él.
En medio de este caos de actividades, me llegó una invitación a uno de los congresos más importantes de Latinoamérica. Por supuesto acepté gustoso y fijamos una fecha. Cuando corté el teléfono, Dios me dijo claramente: «No vas a ir. Quiero que suspendas todas tus invitaciones y vengas a mi altar. Te espero en las madrugadas para charlar cara a cara». Evidentemente no fue fácil obedecer, pero Él no estaba dispuesto a que el ministerio devorara mi comunión íntima con Él.
Las credenciales y los doctorados no te habilitan para estar ungido, solo pasar por la cruz marca la diferencia.
Conexión 3:16 - Pregunta para reflexionar.
- ¿Cuales son las cosas que crees que necesitas dejar para que Dios explote realmente el potencial que hay en ti?
- Si tuvieras que entregar algo en un "ayuno especial" ¿que sería?
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